Cuidar al misionero es cuidar la misión
“Llevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo.” — Gálatas 6:2
El llamado misionero es una expresión poderosa del amor de Dios por las naciones. Hombres y mujeres, impulsados por la gracia, dejan su tierra, su cultura, su idioma y su seguridad para servir en contextos desafiantes con un solo propósito: extender el Reino de Dios. Sin embargo, tras esa obediencia heroica, muchas veces se oculta una verdad difícil: los misioneros también sangran, también lloran, también necesitan ser sostenidos.
¡Y vaya que verdad! no ha sido fácil ni por un instante desafiar la premisa de que los misioneros también son personas como tú y como yo.
Cuando mi esposa y yo tuvimos la oportunidad de conocer a algunos de estos hombres del Reino en Sudáfrica, no estaban en un momento “ideal”. Estaban frustrados, se sentían desanimados y muy incomprendidos. Para ellos, las demandas del trabajo ministerial, pero sobre todo la expectativa de sus círculo e iglesias, fueron una carga abrumante. Yo me habría sentido igual.

Más allá del sacrificio
Históricamente, el misionero ha sido visto como un “soldado del evangelio”, dispuesto a todo por Cristo. Pero este paradigma, aunque inspirador, puede generar expectativas deshumanizantes. El misionero no es un superhombre ni una superheroína. Es un ser humano con emociones, cuerpo, mente y espíritu, todos ellos susceptibles al desgaste.
Ignorar esta realidad no solo pone en riesgo la salud del misionero, sino también la efectividad de su llamado. El cuidado integral —físico, emocional, espiritual y relacional— no es un lujo ni una recompensa: es una necesidad ministerial.
Las heridas invisibles
El desgaste misionero no siempre es evidente. Muchas veces, el estrés crónico, la soledad cultural, los conflictos de equipo, las dudas de fe o las crisis familiares se silencian por miedo a parecer débiles o poco espirituales. Pero el precio de callar es alto: agotamiento, depresión, pérdida de propósito e incluso el abandono del campo misionero.
Un misionero herido que no recibe cuidado puede convertirse en un misionero perdido. En cambio, uno que es atendido y restaurado puede florecer incluso en medio del desierto.
Cuidar es extender la misión
“Cuidar al misionero es cuidar la misión” (recuerda esta frase). Cuando una comunidad se compromete a sostener al que ha sido enviado, está participando activamente en la obra. No todos cruzarán fronteras, pero todos podemos sostener las manos de los que lo hacen.
Jesús cuidó de sus discípulos: los escuchó, les dio descanso, los formó, los consoló. Ese mismo modelo debe inspirar a nuestras iglesias hoy. El misionero que es amado y acompañado transmite ese mismo amor a las comunidades donde sirve.
